Nueve semanas es una novela trepidante y lo más
curioso es que el lector tiene una visión retrospectiva del ritmo frenético con
el que se suceden los hechos, efectivamente, en nueve semanas justas-justitas;
pero también nos da una visión real de la escritura y de la publicación de la
escritura, una visión parcial del erotismo y una visión ficticia de la
realidad.
Los personajes se van convirtiendo en protagonistas indiscutibles conforme
aparecen para formar una red, que abarca el universo narrado y se desprende
realmente de la mirada que adopte cada uno. Es algo así como el perspectivismo
múltiple de la literatura de los 60, en la que el lector necesita todas las
perspectivas para ir eliminando los problemas o misterios que van surgiendo
hasta que puede entender el objetivo que, en el caso que nos ocupa, es toda una
declaración de intenciones: Escribir una novela a dos (o tres manos), algo
que P.L. Salvador llevó
a cabo realmente en 2020 con La extraña curación de Marta.
En Nueve semanas, la forma se adapta al contenido. Los
protagonistas se multiplican, pero no es un protagonista múltiple el que se
apodera de las páginas. Los diferentes protagonistas-autores se van nominando;
siempre somos conscientes de quién escribe, «Soy Dedé», aunque
todos imitan la forma de escribir de Bloss, de quien parte la idea. El estilo
es único, si no se presentaran no habría forma de saber quién ha escrito qué;
algo premonitorio para la escritura real de una futura novela. En este estilo
lo que predomina en la forma es la experimentación, empezando porque la novela
no es otra cosa que un diario en el que van anotando los hechos que suceden
cada día.
Esta circunstancia, en la que convergen diferentes focalizaciones, afecta
asimismo a la experimentación del contenido. En este tanteo práctico se
multiplican los finales de palabras «escritor-tor-tor», como si se
tratase de un juego infantil, un juego en el que los niños repiten palabras y
se divierten al tiempo que, los no tan niños, irónicamente, recuerdan los
grados del adjetivo «su cuenta abierta-abiertita […] Triste-muy
triste-tristísimo». Un juego de intención machacona para que pueda ser
entendido rápidamente. Esto es lo que ocurre con esta novela-diario en la que
encontramos una acumulación exagerada de signos aclaratorios, la mayoría de
veces colocados en un orden diferente al aconsejado o en lugares que no
corresponden, «todos tenemos derecho a una segunda (o tercera [incluso
cuarta {¿quinta}]) oportunidad».
También abundan las onomatopeyas «bla-bla-bla-bla» «¡aggghhh!» para
imitar diferentes sonidos al tiempo que aportan cierta plasticidad al estilo,
que destaca por la efectividad humorística en la narración. De hecho, esta
novela podría ser catalogada de absurdo humorístico experimental si nos
atenemos a la forma. El humor está presente en todas sus variantes, en la
formación de palabras que nombran movimientos irreales, expuestos en paralelo con
otros artísticos de la realidad, «se alegra de que yo deje el
putaísmo».
Humor en la polisemia al comparar diferentes actividades, literarias y
sexuales «tendré que pagarle y compartir lecho pero una escritora
necesita experimentar».
El doble sentido es constante, P.L. Salvador juega con las palabras para
que acuda a nuestra mente una mezcla de expectación e incongruencia. La
ambigüedad se pierde en el contexto, aunque no siempre, por lo que, de forma
experimental, es el propio personaje el que lleva a cabo la reinterpretación
sorpresiva, dejándonos a los lectores la risa del chiste abierto e
ingenioso «de la noche a la mañana he renunciado a la carne (de comer).
Asegura que ya andaba en ello. Y que yo le he dado el empujón definitivo. Aún
le daré alguno más…».
Asimismo hace gala de gran humor en el uso de palabras nuevas con plena
conciencia de que no existen «anovelaré. La RAE […] seguro que no
acepta mi variante», y en la rebelión a las normas ortográficas y
literarias, «puedo escribir lo que quiera siempre que no me salga del
guión (con tilde)».
El oxímoron tiene cabida a lo largo de la novela, la mayoría de veces
también con resultado humorístico «vegetariana entomófoga». Y
humorísticas son las palabras compuestas creadas a partir de la derivación «golfiferia».
Los coloquialismos se utilizan, en ocasiones, para reforzar la forma de ser del
personaje que está siendo descrito; los sinónimos refuerzan la situación
humorística, al igual que los antónimos no referidos al mismo referente pero
comparados en el significado «Lo del tanga me parece demasiado sucio
(aunque la braguita estuviese limpia)». El sarcasmo hiperbólico aporta su
punto de agudeza, de ahí que sonriamos, al menos, al leer, durante lo ocurrido
el 22 de agosto «Salimos. Hace un calorcito de lo más agradable».
El recurso de la elipsis es bastante normal en el habla coloquial, pero el
autor, reforzando más el ritmo dinámico narrativo, emplea la elipsis en
situaciones no conocidas por el lector, lo que dificulta el entendimiento del
contenido pero aumenta la socarronería «A estas alturas. Y ella aún
menstrúa. Creo que tiene los mismos que yo. Lo suponía». Sin embargo en
otros momentos la elipsis es la que aporta la fuerza y el dramatismo que
caracteriza una conversación entre amigos; el humor que conlleva es
precisamente lo que acerca al lector a la historia «¡Boquiabierta! […]
cree que está embarazada. ¡Cuarenta y seis!».
El humor, en fin, y sobre todo el humor absurdo, llena las páginas con
todas las formas posibles en que puede presentarse, con comparaciones
animalizadoras afectuosas, «Esta mañana las he sacado a pasear», en
coincidencias y chistes escatológicos «va a ser incinerado […] Los
gusanos que se busquen la vida», en irrupciones de signos matemáticos en la
escritura, «Saluda a la viuda2», y en una sucesión de
signos aleatorios para insultar, al más puro estilo del cómic «¡Puta!
¡θ3 ζ ψ φ 7/8 ♀!».
Y si el humor aparece en todas sus variantes, P.L. Salvador es un maestro a
la hora de usar el diminutivo; lejos de cansar, Bloss comienza a utilizar este
diminutivo en su “estilo novelesco” y Dedé, Nené, el negro… todos lo añaden a
la manera de escribir, desde el diminutivo afectivo «Coño, Blossy, ¿a
qué viene eso?» para dejar claro al lector el nivel de cercanía que
hay entre los personajes, al despectivo, para ir marcando el cambio de relación
entre los participantes de la historia «le tengo un poco de manía (a
Joselín)». Está claro que el diminutivo refuerza la función expresiva del
texto, de ahí que la ironía quede remarcada «¿Cuántos comodines tendrá
en la manga el competente Kladdín?» y la intención persuasiva que
quiere tener con el lector, al reconvenir a un personaje que no está
presente «Pepito-Pepito ¿qué vas a hacer ahora?». El rechazo a
dicho personaje también puede quedar marcado con un diminutivo que exprese el
enfado total «y a Pepín se le ha ido la mano» aunque en
realidad minimice la amenaza de una imagen negativa de aquél a quien se
refiere.
Pero no siempre es el diminutivo, a veces el hipocorístico denota una
confianza absoluta con quien, en otro momento, ha supuesto un obstáculo «es
lo que Pepe me aseguró», por lo que los insultos, los sentimientos
peyorativos, no pueden ser tomados demasiado en serio. Son experimentos que se
suceden en esta novela experimental. Nada es lo que parece. Incluso quien
aparenta llevar las riendas en un principio, el protagonista, ya nos avisa de
que nada es real, ni siquiera él mismo «no hay nada seguro […] Empezaré
poniéndome un nombre […] Bloss». Así que no es raro que vaya cambiando de
parecer y de forma de ser según con quién esté. No tiene una personalidad
definida. Al principio se describe como un héroe novelesco, como un macho
típico de película, alguien irreal que, sin embargo, se va haciendo más
auténtico según experimenta, porque en esos momentos es cuando se porta como es
y, en realidad, su experimentación reside en convertirse en el pretendido
héroe. Por eso es necesario que esa imagen proyectada al principio quede
destruida, y no será hasta el final de la novela cuando las bravuconerías del
inicio cobren sentido, formando un círculo que lo oprime en un determinismo
fatídico. Sin embargo el final podría ser diferente en la realidad ficticia que
enmarca esa novela escrita a seis manos.
De hecho, Nueve semanas puede ser el experimento inicial
(ficticio) que luego P.L. Salvador y Mercedes de Miguel llevarán a cabo en
2020. Lo ficcional y lo real se entremezclan constantemente, las alusiones
literarias reales conviven con menciones a personajes reales que se comparan a
los imaginarios, «Se da un aire a Juanjo Puigcorbé. Bueno su rostro es
un poco más amable, pero los dos miran igual-igual».
Si en La extraña curación de Marta hay una parte que es
casi un libreto teatral, en Nueve semanas tiene lugar el
ensayo de una escena entre Églex y Nené, paradójicamente escrita por Églex para
representarla, en un encuentro con Dedé, lo más natural posible. Nada es la
verdad que aparenta. Los ocultamientos son habituales en la novela; conforme se
va desarrollando la trama, se van abriendo misterios que creíamos resueltos
anteriormente, ¿Quién es Bloss en realidad? ¿Qué relación tiene Dedé con su
padre d. José? ¿Cuál es el verdadero vínculo entre José y Nené? ¿Qué papel
juega Kladd en todo el asunto? ¿Hay realmente un negro o se trata de un
escritor independiente que inventa una trama novelesca absoluta?
No cabe duda de que los experimentos formales y de contenido, la mezcla de
términos tabú con otros coloquiales, cultos y en desuso, la duplicación de
grafemas, palabras, parejas de personajes, enredos, acciones… permiten que la
realidad propuesta sea ante todo ficticia. Asimismo, la velocidad hiperbólica
de los sucesos queda acelerada aún más, si cabe, con la escritura rápida, algo
que conmociona a lector al tiempo que, una vez retomado el ritmo normal, relaja
su tensión, pues es consciente de que está leyendo una obra literaria, aunque
en ocasiones nos hayamos identificado con los sentimientos del
protagonista «Loquito (estoy)».
Y es una obra literaria absurda, deliciosa. Sin embargo destila cierta
crítica al papel demiurgo que juegan las editoriales en la sociedad, y los
efectos de los mass media en las publicaciones. Esta novela
humorística segrega una clara dureza en el tratamiento que la publicidad otorga
a la calidad de la literatura mediática y a la calidad del ser humano.
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