La prodigiosa fuga de Cesia (Diego Medrano)



Firma sus libros con las iniciales de sus apellidos en mayúsculas —PL— y el nombre —Salvador—. Las obras son raras y saltan en las bateas digitales, blogs especializados y muy literarios, como si fueran otra Cuesta de Moyano: 2222, El séptimo sentido, Nadando contracorriente, De lobos, (divergentes), Nueve semanas (justas-justitas), etc.

Tiene algo del estilo seco americano (Steinbeck, Dos Passos) trufado del vanguardismo francés rupturista (Oulipo, Perec) y con una veta drogota o porno llevada sin excesos (Bukowski, Miller, Fante). PL Salvador es maestro joyero, vive en Calpe cerca del mar y, en lugar de hacer vida literaria y artes varias del enredo, se ha limitado a ver pasar por su pequeño taller a media cultura española: Constantino Bértolo, Gopegui, Pérez-Reverte, etc. Su última novela es un gran friso familiar, en el fuego drástico de lo literario, donde la supervivencia vital es visor, guía y va abriendo camino —como en San Juan de la Cruz— entre la espesura gruesa e impredecible: La prodigiosa fuga de Cesia (Última Línea).

Putas vocacionales o por accidente, desintoxicaciones familiares, pérdidas amorosas, la alucinación o presencia física de sus propios personajes para el creador, rayas y Pink Floyd, paz y eternidades en Chopin, porros y duelos y quebrantos, seres con ojos de tiburón en la lucha por la vida, mujeres de faz distendida y cejas enarcadas, las sonrisas picantes, los desórdenes psicológicos o psicotrópicos, arrebatos de soledad, pánicos de burdel, los años pasados entre jeringuillas con el deseo rojo pintado en los labios.

Salvador es un agrícola, un labrador del alma humana, y labora en lo pequeño, como en las joyas, que va haciéndose grande a medida que añadimos metralla, amonal y más terruño cultivado con mucho sudor a las horas de sol. Cesia escribe una novela, pero la saga de Eva, sus vicisitudes y amoríos, su mundana felicidad maquillada de heroína, mono a base de onzas de hachís, mucho valium en lugar de jeringuillas, esas desintoxicaciones donde uno se peina el pelo con los dedos, nos entusiasma, provoca, incendia la página y lleva al milagro.

PL Salvador escruta en su narrativa supervivencia, modos de salir adelante, separa lo urgente de lo importante, muchos de sus libros son reflexiones sobre el amor y la familia, los verdaderos lazos que pueden o no ser los mayores tóxicos. La prodigiosa fuga de Cesia, como superación de un apestoso mundo yonqui, es fantástica, pero también su análisis de la sociedad de bienestar desde los años sesenta —los capítulos van fechados— a la actualidad. El progreso es querer cosas —una casa o hachís todavía en huevo— pero el mensaje —lo dice en alguna parte— es que drogas y rebeldía no tienen por qué andar juntas.

Románticos de papelinas, caballo, en los tiempos locos de los pantalones de pinzas, camisas amplias y botas camperas, con varios flashes aproximativos a la actualidad, colocazos zombis, en un país donde la aguja caliente —con chorrito de limón encima— llevó al peor holocausto conocido. En mitad de la negritud ese actimel rotundo de la lucha por los sueños porque: “La mayor parte de la sociedad es ignorante, necia, cobarde, y no conviene despertar su ira”. La lucha, de veras, contra todas las inercias sociales, sonajeros o promesas en rebaño o grey, mascaradas para el yo y su evolución.

Salvador labra muy bien las orbes individuales, personalidad y no representación, el personaje sin otros alrededor y con ellos en viacrucis, para luego rematar el friso social y epocal: como hacer una de sus joyas, de menos a más, donde no se escatima el valor/peso de las piedras. Triángulos amorosos, parejas de tres en mutuo acuerdo, el rostro del escándalo sexual y vecinal, pero también algo más decisivo, amores alimentados de voluntad y, en la misma medida, de una cotidianidad sanadora y espiritual que, sí, siguiendo con lo anterior, nos aparta de las cosas e ilumina.

Esnifar heroína un tiempo, música de Sting o Roxanne, para comprender que la libertad mayúscula siempre está fuera del calabozo coyuntural y la faca fría en las costillas. Seis rayitas, como desayuno, hasta que se empieza a conseguir aquello que todos los románticos e impresionistas lograron: deshacer la realidad para ser quien llevamos dentro. Micromundo marginal o social, chinas de droga y melenas, anchas camisas floreadas, amor libre, pero también mujeres bravas con ojos de gatas y labios muy líquidos, en último término, ajenas a la conmiseración.

La prodigiosa fuga de Cesia, entre harina con y sin cortar, chocolate barato, chinas que uno mismo lía, tiene flashes de lo más insólito, como postales dentro del desastre cómicas y sin un gramo de grasa: la postura del Ejército Español en Marruecos o el Sáhara, soldados del Tercer Tercio, por ejemplo. Salvador escribe con todo el cuerpo —como Unamuno— y huye de algo que ha visto mucho: la mirada bovina de los hombres alrededor, vacas en el establo de las barras de los bares, sombras con miedo a su expresión y las consecuencias que de ella sacamos, sí, para todos los demás o para nuestro presente más inmediato.
Su microestudio de la muerte, de las muertes cotidianas, lleva al gran friso de la vida sin bridas ni dogal, el de la supervivencia conquistada, como ocurre en sus mejores libros, donde el Ideal —con mayúsculas— nace, no de la florida ocurrencia, sino de haber pasado el mismo una y otra vez por el barro, donde la protección no existe y la necesidad anda siempre por las calles mojadas con los ojos abiertos a las cuatro de la madrugada.

Melancolía, historia, mujeres con ojos de lince y oídos de lechuza, meretrices de saldo y esquina, ninfas que dicen para sí estar más cuerdas que una araña, el narrador es mirada larga y profunda, gracias a Cesia Fornes, a la que posiblemente le falte un tornillo. El desacuerdo con uno mismo —a título de mensaje— jamás debe paralizarnos. El triángulo (reglas, leyes, ideales) no puede estar mejor urdido: “Las personas necesitamos reglas, y construir un ideal con ellas. Sabemos que dicho ideal no suele cumplirse, lo tenemos asumido, pero nos desequilibra que alguien se salte las reglas y no haya reacción. Es como si nos violasen a la hora punta en pleno centro y nadie quisiera enterarse. Entonces aparece la bestia que llevamos dentro”.

La poética de Salvador lucha contra las leyes imperfectas elaboradas a la perfección para una sociedad injusta donde los de arriba siempre salen ganando. Por eso, señores, es un clásico y un romántico, aunque en ocasiones eche mucho humo por la boca como sus malvados personajes, tiernos con las rosquillas del desayuno y la sonrisa rota. Su conquista es la de una vida normal, digna y radiante, siempre con menos cosas, a veces con demasiados porros, ajena a las voces neutras de ritmo monótono que no conocen la ducha o muda de piel de las más fervorosas espontaneidades.










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